“Nosotros, según se nos mandó, vamos ante todo a derramar libaciones y colocar las mechas de pelo que nos cortaremos sobre la tumba del padre”, dijo Orestes en Electra, la tragedia de Sófocles, soldado y dramaturgo genial, nacido en el 496 a. E., para registrar cómo, desde la antigüedad celebraban a los muertos escanciando vino sobre la tumba, en este caso de Agamenón, su padre, tal como he visto que lo hacen con el tequila el día de muertos algunos que visitan a sus muertos en el Panteón que está cerca de casa.
Lucrecio (95-51 a.C.), en su poema De la naturaleza de las cosas sabía que la ciencia y el conocimiento nos sirve a los mortales para que tengamos una serena existencia, pues “así como los niños tiemblan y de todo se asustan en las tinieblas, así nosotros, a plena luz, temblamos muchas veces… y este terror del ánimo, tiene que disiparlo, no los rayos del sol, ni los lucientes dardos del día, sino la contemplación de la naturaleza y la luz de la inteligencia”.
Por eso se propuso “liberar a los mortales del opresor miedo a los dioses, el temor a la muerte y el pánico de la vida futura” y, para eso, observó a la naturaleza para descubrir y explicar en un poema sustantivo, diciéndonos cómo es que él veía que era todo lo que nos rodea desde la antigüedad, asegurando que “nada hay más grato que ser dueño de los templos excelsos, guarnecidos por el saber tranquilo de los sabios, donde puedes distinguir a otros y ver cómo los confusos se extravían y buscan el camino de la vida”.
En este largo y deslumbrante poema, Lucrecio demuestra cómo funciona la naturaleza para concluir que el alma es mortal y se desintegra con el cuerpo, cosa que la mayoría no acepta y, por eso, han creado paraísos imaginarios en la otra vida.
Cuando leí De la naturaleza de Lucrecio en la versión de esos sonoros endecasílabos del abate Marchena de 1791 —tal como son las ediciones de Porrúa y Cátedra— y tal como lo comenté hace años, me impresionó cómo explica, clara y poéticamente entre otras cosas, a la muerte como algo natural y que nada tiene con eso que a algunos les han inculcado desde niños.
El poeta habla de ella como el límite de todo ser viviente de esta manera: “entrando yo en la senda que me he abierto, proseguiré enseñándote las leyes que hacen que todo ser tenga su límite según su formación, y que no pueda pasar jamás esos límites prescritos a su duración propia”.
El día de muertos también lo conecté con la Cantata 106 de Bach en donde John Eliot Gardiner se pregunta: “¿hasta qué punto compartía Bach, tal como estaba de moda en su tiempo, del abrumador terror a la muerte, un temor compartido y admirado por muchos de sus contemporáneos, como si fuese una carga anímica que nos incapacita para vivir la vida?”
A los 22 años compuso esa Cantata (Actus tragicus), en donde trata de consolar a los sobrevivientes, pues, finalmente, está llena de optimismo como si fuera “un catártico desahogo musical… pues, a lo largo de su vida, Bach tuvo frecuentes y dolorosos encuentros con la muerte: quedó huérfano a los nueve años y de adulto, perdió a doce de los veinte hijos que tuvo…” Entonces, oímos esto que canta el tenor:
¡Señor! Enséñanos a tener presente
que debemos morir,
y que debemos estar preparados.
El inicio de la Sonatina es un retrato —abrumador— de los sentimientos por la muerte de un ser querido, sentimientos que contrastan con el coro cuando nos lleva paso a paso al mundo de la fantasía, mientras fluye la Cantata “sin que se perciba una sola costura, se producen varios cambios de atmósfera y compás, para que asistamos a una brillante utilización del silencio”, como apunta Gardiner.
Todo esto para respirar hondo y digerir el límite de la vida y aquello que tiene que ver con el próximo día de muertos.
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