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Ana Campos

Noches, noches de luna en Chapala.




Para los tapatíos los meses de julio y agosto es la temporada en Chapala, una villa que ha sido significativa en la familia desde hace cuatro generaciones desde que mi abuelo, Guillermo de Alba, le declaraba su amor a Maclovia Cañedo en la playa de Chacaltitla en 1900, tal como lo registró Ixca Farías. Dos años después, nació mi madre, Mina de Alba quien, de niña pasó muchas temporadas en Chapala donde su padre le enseñó a nadar con las olas que reventaban y, cuando se despertaba en la noche por los rayos y centellas, se asomaban por la ventana de Mi Pullman —a espaldas del Hotel Nido— para tranquilizarla, diciéndole que ese escándalo celeste era parte de la Naturaleza. En 1920, inauguraron la Estación de Ferrocarriles de Chapala, obra arquitectónica de mi abuelo, así como, la Villa Niza y seis años después, en 1926, conoció a mi padre, tal como lo contaba: “un día que estaba en Chapala nadando con mis amigas y de repente, ¡chula de mi vida!, que sale del lago, que era como el mar y, de la misma espuma salió un señor altísimo con el pelo mojado que me clava sus ojos azules, chisporroteantes. ¡Ay, Dios! —casi grité—, ¡éste es el que tanto esperaba! El inocente era de Tepatitlán y había ido a pasar unos días de vacaciones. Ahí empezó el romance…” El 10 de febrero de 1933 se casaron por lo civil en medio del lago y, por la iglesia, en la parroquia de San Francisco: “en eso, el juez se paró y bamboleándose el barco, dijo: en el lago de Chapala, a bordo del Bremen –veintidós pasajeros– se presentaron para contraer matrimonio…, y yo, con el corazón que se me salía, me preguntaba, ¿será posible? De regreso al pueblo era pura felicidad: con una mano sostenía mi sombrero de paja blanco crudo como era el color del vestido y, con la otra, jugaba con las olitas que reventaban, inocentes, a los costados del barco.” Desde que nos fuimos a vivir a Guadalajara en 1952, mi madre nos llevaba de vez en cuando con las Capetillo para disfrutar de las albercas que tenían con agua termal. Por la tarde en el manglar, platicaban encantadas de la vida. A finales de los 50’s, Foy Urrea invitaba a un par de amigos a pasar la temporada en la casa que rentaba su familia en Chapala; Jesús Carlos a los suyos y Susana a las suyas. Éramos una docena de jóvenes que pasábamos esos dos meses, felices, como si nada. Se organizaba una burrada a la iglesia de San Antonio y, por las noches, baile en la terraza de la villa de Monte Carlo al aire libre, bailando como se acostumbraba por tandas, con las muchachas en flor —como la de Jacalosúchil trenzadas en su cabello—, doradas, sonrientes, bellísimas. Por las “noches, noches de luna en Chapala”, íbamos a la playa para verla salir, roja, enorme y redonda, recostados en las piernas de la pareja. En los 70’s, mis hijos —la cuarta generación— pasaban el verano en Chapala con sus primos los Aceves Casillas en la casita del pueblo de mi hermana que ahora, por fortuna es de su hijo Guillermo. Fueron los más felices del mundo. En 1994, Eduardo Carrillo, presidente del Grupo Financiero Promex patrocinó el libro La Villa de Chapala (1895-1933), escenario en donde Maclovia y otros personajes habitaron las Confesiones de Maclovia (1995) y Las batallas de General (2002). Para escribir los primeros dos libros, me instalé en 1994 un mes en el Hotel Nido, donde había vivido mi abuela. La soñé bajando, por una escalera pegada al muro, vestida como la virgen se Zapopan, sonriendo. Cuando Eduardo Matos Moctezuma escuchó cómo les contaba esas noches de luna, me bautizó como Homo chapalensis, por todo esto, bien se pueden imaginar por qué Chapala es parte de mi vida y ha sido objeto de nostalgia, como la que destilo a veces por escrito.


Feliz temporada, Martín Casillas de Alba Sábado 30 de julio, 2022.

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